sábado, 30 de julio de 2011

♥ MADMP - Capítulo 5 ♥


Disclaimer: Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es de Lynne Graham. Yo solo me dedico a adaptarla a nuestra tan amada saga.
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Capítulo 5
Arrepentimiento y amor

Edward estaba tomando, una larga ducha de agua fría.
Bella sí era virgen. Aún estaba anonadado por el descubrimiento. Iba a tener que ser sincero con ella. Aquella fue su primera decisión.
Trató de imaginar una escena en la que le conta­ba que, hasta el momento en que lo había descu­bierto, había creído que se había estado acostando con el marido de su hermana. Hizo una mueca de desagrado. No, no podía decirle la verdad descarna­da. Bella se quedaría horrorizada y se sentiría ofendida con razón. ¿Cómo iba a afligirla admitiendo que había dado crédito a la existencia de tal aventu­ra hasta el punto de haberla dejado por ello? ¿Cómo iba admitir que había creído que no solo lo había traicionado a él, sino también a su hermana?
Todo aquel tiempo, Bella había sido todo lo que aseguraba ser, todo lo que él había creído que era al conocerla y cuando ella le había dicho cosas como, «¿no podemos seguir siendo amigos?», lo había dicho de verdad, en el sentido más limpio. No había sido una sutil sugerencia sexual de que en aquella ocasión estaba dispuesta a meterse en su cama.
Edward gimió y pasó una mano por su mojado pelo cobrizo. Una serie de recuerdos anteriormente censurados bombardearon su mente en su forma original. Recuerdos de Bella aquel verano, antes de que rom­pieran. En todos aquellos recuerdos, Bella resultaba especialmente agradable, poco materialista y de buen corazón.
Para empezar, adoraba a los niños pequeños y era capaz de demostrar una paciencia infinita incluso con los más traviesos. Tampoco solía gustarle que él gastara demasiado dinero en ella y se molestaba en preparar comida cada vez que salían de excursión.
Cada vez hacía más frío en la ducha, pero Edward estaba inmerso en sus recuerdos, en los terribles errores que había cometido al juzgar a Bella. Finalmente, temblando, tomó una toalla.
A pesar de cómo la había tratado, Bella no podía saber lo que había pasado por su mente durante todo aquel tiempo, y no quería que lo averiguara nunca. No quería que llegara a saber jamás que era un tipo implacable, cínico y, al parecer, con una mente exageradamente suspicaz.
Tan solo le quedaba una duda. ¿Qué había esta­do haciendo Bella con James Gigandet en aquel hotel?¿ y por qué había mentido luego diciendo que no había estado allí? También le intrigaba la causa por la que había dejado de mostrarse tan nerviosa con él. ¿Qué milagro había producido aquel cambio? «Deja de preocuparte por esas cosas», advirtió una vocecita en su interior. «Bella parece un ángel y lo es, así que deja de dudar de la suerte que has tenido encontrando a una mujer que no mereces».
Mientras escuchaba el sonido de la ducha, Bella se dijo que debía levantarse y vestirse cuanto antes.
Seguir desnuda en la cama le resultaba embarazoso, y el orgullo que había sentido hasta hacía unos mo­mentos por su valor se había esfumado. Su estúpido amor, y aún más estúpidas esperanzas, le habían he­cho perder el control y no había tenido que esperar mucho para pagar por tanta estupidez. ¿Por qué no lo reconocía de una vez? Lo único que siempre ha­bía buscado Edward en ella había sido el sexo y, una vez obtenido, se había sentido decepcionado.
¿Pero acaso no lo había decepcionado siempre de un modo u otro? Su mente volvió a la época en que lo conoció...
El magnífico ramo de flores que envió al bar para disculparse por lo sucedido solo fue un prelu­dio a su reaparición aquel mismo día. Y no malgas­tó ni un segundo en dejar claras sus intenciones. Echó atrás su atractiva cabeza, dedicó a Bella una de sus devastadoras sonrisas y murmuró:
—Creo que ambos sabemos que solo he regresa­do para volver a verte.
—Pero tienes novia...
—No. No salgo con mujeres que gritan a otras mujeres en público. Esperaré hasta que termines tu turno.
Bella nunca había conocido a un hombre menos consciente de la posibilidad de un rechazo. Estuvo a punto de decide que no, pero cuando miró sus maravillosos ojos esmeralda y pensó en la posibilidad de que se fuera de allí para siempre, decidió permane­cer en silencio.
Edward la llevó a su apartamento para que se cam­biara y Lauren la siguió de inmediato al dormito­rio.
—De acuerdo, de manera que no eres lesbiana y te lo has ligado. Pero ese tipo esperará algo más que un abrazo para cuando acabe la noche, así que no digas luego que no te lo he advertido.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bella, preocupa­da.
—Es un tipo realmente sexy, así que disfruta esta noche porque no volverás a verlo —profetizó su compañera de piso—. Dirás que no y él no volverá a perder el tiempo contigo. Después de todo, los tipos como él siempre encuentran chicas cuando quieren.
Edward llevó a Bella a comer a un encantador res­taurante turco y hablaron durante horas. Sobre todo habló él y ella escuchó. Estaba trabajando en el lanzamiento de una nueva revista e iba a pasar en Londres todo el verano. Aquella primera noche ni si­quiera trató de besarla, pero reservó para sí todas las horas libres que Bella tenía aquella semana.
La siguiente noche la besó y ella lo aceptó sin problemas porque estaban en un sitio público y no se sintió amenazada. También descubrió que le gus­taba que la besara. La tercera noche, Edward le pidió que lo acompañara al hotel y pasara la noche con él,           como si aquello fuera lo más natural para ella.
—No hago esa clase de cosas —le dijo.
—Claro que sí —dijo Edward—. Solo tratas de jugar al eterno juego femenino de hacer que un hombre se desespere antes de decirle sí. Pero yo ya estaba desesperado a los pocos segundos de verte.
—Nunca me he acostado con un hombre —mur­muró Bella.
Se produjo un largo silencio.
—¿Estás diciendo que eres...?
Bella asintió rápidamente, ruborizada. —Supongo que debería decir que seducir vírge­nes no es mi estilo, pero, para serte sincero, nunca me había encontrado en esta situación y la idea de ser tu primer amante me vuelve loco.
Aquella no era la comprensiva respuesta que Bella esperaba.
—Lo que trato de decir es que quiero esperar a estar casada —dijo, avergonzada.
—Pero yo no busco una esposa, y no tengo inten­ción de casarme nunca —replicó Edward—. Provengo de una familia en la que, durante varias generaciones, el matrimonio a temprana edad era la norma. He es­tado rechazando potenciales prometidas desde que tengo dieciocho años. Me gusta mi libertad. Así que, si quieres algo más, no soy el tipo que necesi­tas.
Bella lamentó que Edward no le hubiera dicho aque­llo en su primera cita. Para entonces ya era dema­siado tarde, pues se había enamorado de él. Pero cuando acabó la noche le dijo que no quería volver a verlo.
Recordó su expresión de enfado e incredulidad, y el miedo que le dio comprobar el genio que tenía. Edward no hizo ni dijo nada para demostrar su enfado, pero ella no lo había olvidado. No la llamó en dos días, pero al tercero se presentó en el pub, aún fu­rioso con ella, pero tratando de ocultarlo. Nada más verlo, Bella supo que, aunque su relación no tuviera futuro, aquel seguía siendo el hombre de su vida. Aquella misma semana, Edward le buscó otro trabajo como recepcionista en un salón de belleza de la esposa de un amigo suyo, cosa que ella agradeció sinceramente.
Durante unas semanas disfrutaron de su mutua compañía. La cosas solo empeoraron cuando el sexo entró a formar parte de la ecuación. Bella acep­tó acompañarlo al hotel en tres ocasiones distintas. En la primera, Edward le dijo que no estaba preparada para aquello porque, cuando trató de ir más allá de los besos, ella se quedó literalmente paralizada. En la segunda, Bella bebió más de la cuenta con la espe­ranza de librarse de sus inhibiciones, y Edward acabó teniendo que llevarla a casa en medio de un tenso silencio. En la tercera ocasión ella le dijo que a ve­ces él le daba miedo. Edward pareció tan afectado por sus palabras que Bella sintió de inmediato unos re­mordimiento terribles, pues sabía que la que tenía el problema era ella, no él.
Pero, sorprendentemente, Edward aceptó aquello durante una temporada y fue tan cariñoso con ella, que Bella no pudo evitar enamorarse aún más de él. Sin embargo, cuando Alice le pidió que lo llevara a casa, ella siguió poniendo excusas. Entonces, James se presentó un día en su apartamento justo an­tes de que Edward fuera a recogerla.
—Es hora de que enterremos el hacha de guerra —dijo James con una desagradable sonrisa mientras ella se encogía tras la puerta, a la que aún no le ha­bía quitado la cadena—. Alice está deseando cono­cer a ese tal Edward Cullen y te juro que me portaré a las mil maravillas si lo llevas a casa el fin de semana.
—¿Por qué? ¿Por qué ibas a jurar eso?
—A Alice le duele que apenas vayas por casa. Eso hace que me sienta mal.
Edward se mostró totalmente dispuesto a conocer a su familia y, aunque Bella se sorprendió por su inte­rés en invertir en Swan, Travel, fue un fin de sema­na estupendo. Una semana más tarde, hicieron una segunda visita a la familia porque el contable de Edward había volado de Turquía para echar un vistazo a la contabilidad de Swan Travel. Poco después, Edward y el padre de Bella firmaban un contrato. Pero, durante aquellas cuarenta y ocho horas, todo lo que pudo ir mal fue mal.
Bella estaba inquieta pensando que Edward se vol­vía a Turquía en unos días. Su sobrina Irina esta­ba mala cuando llegaron. Al día siguiente, Bella tuvo que sustituir a un empleado enfermo de la agencia de viajes. Entonces tuvieron que llevar a Irina a urgencias y Alice se puso frenética porque no lograba localizar a James.
Bella apartó de su mente aquellos desagradables pensamientos y recordó que al ir a despedir a Edward al aeropuerto aquella misma tarde este no dijo nada de volver a verla o de no volver a verla. No dijo nada de nada. Y aquella fue la última vez que lo vio o tuvo noticias de él. En una ocasión, lo llamó a su teléfono móvil para saber si estaba vivo y cuando Edward contestó no tuvo valor para decir nada.
Cuando Edward volvió al dormitorio Bella lo miró con expresión horrorizada, pues había perdido el sentido del tiempo. Su intención había sido estar vestida para cuando reapareciera, de manera que se cubrió completamente con las sábanas como si fue­ra una niña, dejando que asomaran tan solo unos mechones de su pelo.
Edward se sintió animado al ver que Bella seguía en la cama una hora después de lo sucedido. Además, seguía desnuda, lo cual significaba que, quisiera o no, iba a tener que escucharlo.
—Bella...
—Vete. ¡Quiero vestirme!
Edward se acercó a la cama y alzó unos centíme­tros la sábana para mirarla a los ojos.
—Me he comportado como un completo misera­ble contigo, pero te aseguro que siento un gran cari­ño por ti.
—En ese caso, demuéstralo y vete —replicó Bella, pensando que Edward siempre había utilizado mucho la poco comprometida palabra «cariño» cuando es­taba con ella. Pero aquella palabra no contenía nin­guna promesa y, tras esperar en vano durante largo tiempo a sus veintiún años una llamada de Edward, había llegado a la conclusión de que tampoco signi­ficaba nada.
—¡No puedo soportar que estés enfadada y no me dejes abrazarte! —protestó Edward, frustrado.
Bella alzó la cabeza al oír aquello. Había pareci­do sincero.
—No te entiendo...
—¿Y por qué ibas a querer entenderme? —pregun­tó él—. Soy un hombre. Se supone que soy diferente.
—Eres demasiado diferente —dijo Bella, impoten­te—. No se qué terreno piso contigo.
—Estás en mi cama, bajo mis sábanas y voy a sa­carte de aquí a la fuerza si no sales por ti misma.
—¡Hazlo y te prometo que te llevarás un puñetazo!
Edward contempló con asombro la expresión de enfado de Bella.
—Solo estaba bromeando.
Bella sabía que no era cierto. A aquel nivel lo co­nocía muy bien. Edward no habría dudado ni un se­gundo en retirar la sábana. La paciencia era algo desconocido para él.
Finalmente, decidió bajar la sábana hasta que su cabeza quedó al descubierto. Ni siquiera pensó en lo que estaba haciendo porque, con cada segundo que pasaba, la sensación de que Edward había vuelto a ser el hombre que recordaba de Londres se volvía cada vez más intensa. Parecía más relajado, menos agresivo. Su mirada reflejaba calidez en lugar de frialdad y desprecio. ¿Qué había cambiado? A pesar de sus esfuerzos, no logró dejar de mirarlo.
Edward se sentó en la cama.
—Me ha sorprendido mucho que fueras virgen. Sé que me dijiste que lo eras, y que hoy lo has repe­tido, pero ni te creí entonces ni te he creído ahora.
Bella parpadeó al oír aquella repentina confesión. —¿No me creíste entonces? —repitió.
—Al principio sí —respondió Edward, que había de­cidido optar por la verdad en aquel tema—. Pero a veces me preguntaba si no estarías tratando de que te propusiera matrimonio.
Bella se puso pálida y lo miró con una mezcla de resentimiento y reproche.
—Tú me dijiste desde el principio lo que pensa­bas del matrimonio. Yo ya sabía que lo nuestro no iba a llegar a ningún lado.
Extrañamente, aquellas palabras enfadaron so­bremanera a Edward.
—Nuestra relación no tenía futuro —continuó Bella, preguntándose por qué se habría puesto tenso como si le hubiera dicho algo ofensivo—. Yo vivía en Inglaterra. Tú vivías aquí. Lo único que querías era una relación superficial.
—Yo no hago nada superficial —los ojos de Edward brillaron retadoramente.
Bella frunció los labios.
—Acabas de hacerlo... aquí, conmigo —a Bella le costó verdaderos esfuerzos mencionar algo tan ínti­mo, pero tenía que hacerlo—. No sé lo que esperaba, pero no el comportamiento que has tenido después. Imagino que estabas totalmente centrado en ti mis­mo, como de costumbre, y supongo que te ha dado lo mismo lo que pudiera sentir al ver que te había decepcionado.
—¿Decepcionado? ¿Crees que me has decepcio­nado? —preguntó Edward, incrédulo, pasando por alto el comentario anterior sobre su supuesto egoísmo, aunque le había dolido—. ¿Cómo has podido pensar eso?
—No quiero hablar de eso ahora...
Edward pasó una mano tras la nuca de Bella, la atra­jo hacia sí y devoró su boca con una pasión demoledora. Cuando se levantó y empezó a desnudarse de nuevo, ella lo miró asombrada.
Los calzoncillos aterrizaron en el suelo junto a los vaqueros negros. Magnífico como un dios grie­go, presentaba el atractivo adicional de una desca­rada y poderosa erección. Bella se ruborizó hasta la raíz del pelo.
—¿Podría persuadirte para que vuelvas a decep­cionarme? —preguntó él roncamente.
Sin ni siquiera pensarlo, Bella se deslizó en la cama hasta adoptar una posición más adecuada y, diez se­gundos más tarde, Edward se había fundido con ella como una segunda piel. Y si la primera vez le había parecido increíble, la segunda tuvo que calificarla de salvaje. Después, se quedó dormida en brazos de Edward, flotando muy alto por encima del planeta Tie­rra. Más tarde, con una energía que acomplejó a Bella, porque pensaba que ella no iba a poder volver a mo­verse nunca más, Edward respondió a una llamada de te­léfono, se vistió, dijo que iba a encargar la cena y que debía devolver la llamada; y a continuación salió del dormitorio.
El sol ya se estaba poniendo cuando Bella salió de la cama para ducharse. Se sentía como una mu­jer perdida en un sueño erótico. Se sentía sublime.
Edward la hacía sentirse amada... pero sabía que aquel solo era un amor sexual. Ya no era tan ingenua como para creer que la increíble pasión que mani­festaba Edward por su cuerpo pudiera significar algo más.
«Eres exquisita», había dicho. «Eres perfecta para mí. Me pareces irresistible...»
«De momento», pensó Bella. Sabía que estaba enamorada de un hombre que nunca la consideraría más que una pequeña parte de su vida, que ni si­quiera bajo tortura le diría que la amaba y que ten­dría sumo cuidado de no hacerle ninguna promesa que no fuera a cumplir.
Edward le había descrito en una ocasión lo tradi­cional que era su familia, especialmente su bisabue­la, su abuela y su madre. Cuando tenía dieciocho años, empezaron a invitar a las hijas de sus amigos diciéndole que no tenía por qué casarse en unos cuantos años, pero que no había ningún mal en ele­gir temprano y mantener un largo compromiso.
Conscientes de que, gracias a su aspecto y a su di­nero, iba a ser la diana de muchas cazafortunas, sus familiares se mostraron desesperados por encontrarle una chica adecuada incluso antes de que fuera a la universidad. Por supuesto, dada la fuerza del ca­rácter de Edward, todas aquellas maniobras ejercieron sobre él el efecto contrario al buscado. Permanecer soltero se había convertido prácticamente en una cruzada para él.
Cuando salió del baño, Bella encontró su maleta en el dormitorio. Estaba a punto de sujetarse el pelo tras secárselo cuando recordó que a Edward le gustaba suelto y, sonriente, decidió dejarlo así. Mientras se ponía una falda verde y una blusa blanca de manga corta, pensó en cuánto se había fortalecido su carác­ter desde que tenía dieciséis años. A aquella edad, creyendo que su pelo era el causante de que James le prestara excesiva atención, fue un sábado a la pelu­quería y se lo cortó al dos. Alice se quedó conmo­cionada al verla, pero James se limitó a sonreír y si­guió dándole la lata. Ahora lo llevaba largo para resarcirse de la tímida adolescente que fue. Pero es­taba dispuesta a llevarlo suelto para satisfacer a Edward.
Este estaba en la habitación principal de la parte antigua de la casa, hablando aún por teléfono. Su fuerte rostro se distendió en una sonrisa de bienve­nida al verla. Pasó un brazo por su cintura, conclu­yó su llamada y salió con ella a una preciosa terraza exterior rodeada de flores. Un empleado doméstico llevó bebidas y una gran variedad de aperitivos típi­cos del país en platos pequeños.
Edward fue explicando a Bella qué era cada cosa que probaba.
Fue una comida fantástica. Incluso Edward parecía sorprendido por el número de platos que aparecie­ron.
—¿Sueles comer así cada noche? —preguntó Bella.
—No, a menos que sea una ocasión especial —Edward rió—. Esta fiesta solo puede ser en honor de mi invitada. Como Sonngul está tan lejos, no es habitual que reciba aquí a mis invitados, pero ofrecer la máxima hospitalidad es una cuestión de orgullo para nosotros los turcos.
Después de comer, Bella empezó a sentirse culpa­ble por haber dejado pasar todas aquellas horas sin presionar a Edward para que se pusiera a investigar lo antes posible. Cuanto antes obtuviera las pruebas necesarias para demostrar la culpabilidad de James, antes podría informar ella a Alice de las desastrosas pérdidas económicas que estaban a punto de lle­var a la ruina a la agencia de viajes.
—Tal vez podríamos echar un vistazo ahora a los extractos bancarios de Swan Travel —sugirió, incómoda.
Edward sonrió.
—No necesito tu ayuda para eso, güzelim.
—¿Pero no es ese el motivo por el que me has traído aquí? —preguntó Bella, sorprendida—. ¿Para ayudar?
—Eso era una excusa —admitió Edward—. Ya se están haciendo discretas averiguaciones a través de la oficina principal de ese banco turco en Londres. Tengo bastante influencia y en su momento obtendré la in­formación oficial que he solicitado.
Aquella explicación desconcertó a Bella, pues en ningún momento se le había ocurrido pensar que Edward la hubiera invitado a ir allí por otro motivo.
—¿No me necesitas en absoluto?
—¿Cómo puedes preguntarme eso después de ha­ber satisfecho todas mis necesidades esta tarde? —la mirada de desvergonzada intimidad que le dirigió Edward hizo que Bella se ruborizara—. Pero como ya te he dicho, tampoco quería que te inmiscuyeras en mi investigación.
—Sabes ocultar muy bien tus verdaderos motivos —dijo ella, tensa.
—Nuestra situación ha cambiado desde que nos vimos en el hotel Aegean. Entonces no confiaba en ti —le recordó Edward—. Pero aún quiero obtener las pruebas necesarias para atrapar a Gigandet. No pien­so disculparme por eso.
—A mí también me gustaría verlo entre rejas...pero eso haría mucho daño a mi familia.
—Me temo que en eso no hay margen para la ne­gociación. Pero no veo por qué iba a tener que su­frir tu familia por ello.
—Aunque no lo veas, sufrirán —murmuró Bella—.   No podrás hacer nada por evitar eso.
Edward parecía divertido.
—Claro que podré hacer algo. No permitiré que tu familia se arruine. Simplemente refinanciaré Swan Travel.
Bella se quedó asombrada ante aquella generosa oferta, y no pudo evitar preguntarse si sería el resultado directo de haber satisfecho todas las “necesidades” de Edward en la cama. Fue un pensamiento de­gradante que hizo que le resultara imposible seguir mirándolo a los ojos.
—Ni papá ni Alice podrían aceptar eso. Han per­dido dinero y tú has perdido dinero, pero Swan Travel es nuestro negocio y responsabilidad, y James era el marido de Alice.
—Yo me ocuparé de eso. No tienes por qué preo­cuparte por nada —Edward deslizó un dedo por el dor­so de la mano que Bella tenía apoyada sobre la mesa—. Confía en mí.
Aún desconcertada, Bella retiró la mano y se puso en pie.
—Si prometo no ponerme en contacto con nadie, ¿me permitirás volver al hotel?
Edward se puso en pie al instante.
—¿Pero por qué ibas a querer irte?
—Porque siento que lo que ha pasado hoy entre nosotros... y esta horrible situación con James se es­tán mezclando demasiado.
Antes de que pudiera entrar en la casa, Edward se interpuso en su camino. Apoyó una mano bajo su barbilla y le hizo alzar el rostro.
—No quieres que James sea llevado a juicio –dijo en tono condenatorio, y Bella se estremeció.
—Claro que sí, pero no entiendes...
—Pues hazme entender.
Con toda la brevedad que pudo, Bella explicó a Edward cuántas adversidades había tenido que sufrir su familia en los últimos tiempos; la larga enferme­dad de Kate, que había dejado agotada a Alice, la perdida de la casa familiar a causa del acuerdo de divorcio, y la posterior depresión de Charlie Swan. La expresión de Edward se fue endureciendo se­gún escuchaba el recital de tribulaciones, todas ellas provocadas o exacerbadas por la inexcusable falta de preocupación de James Gigandet por sus hijas.
—Pero de ningún modo querrán Alice o mi pa­dre aceptar más dinero tuyo —reiteró Bella con firme­za—. ¡Y no quiero que vuelvas a hacer esa oferta solo porque me he acostado contigo! ¿No ves cómo me hace sentir eso?
—No. Lo que tú ves no es lo que yo veo. Eres mi mujer y cuidaré de ti. Eso no tiene por qué avergonzarte y, ¿qué clase de hombre sería si no te apoyara en esta crisis? Buscaré un modo de que puedan acep­tar mi ayuda económica. Si quieres, puedes conside­rarlo puro egoísmo. ¿Cómo iba a quedarme de bra­zos cruzados mientras tú te preocupas por tu familia?
La sinceridad con que habló Edward conmovió a Bella.
—No vas a volver al hotel— añadió él, aún molesto  por que ella hubiera pensado en aquella posibilidad.
—Pero debería...
—Hasta cierto punto, yo también soy responsable de la facilidad con que Gigandet pudo robarnos. Bella frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
—Mi último contable era un amigo de la familia. Debí hacer que se retirara mucho antes —explicó Edward con pesar—. Su salud estaba debilitada y el tra­bajo era demasiado exigente, pero no quería saber nada de dejarlo. Cuando falló el primer pago de Swan Travel debió hacerse de inmediato una investigación, pero no fue así.
—Eso fue una pena —concedió Bella mientras Edward la acompañaba al interior.
—El que pasáramos eso por alto debió hacer creer a Gigandet que podía conseguir mucho más.
Bella reprimió un bostezo culpable. Estaba tan cansada, que no sabía si estaba en un sueño. Todos los acontecimientos de las pasadas cuarenta y ocho horas empezaban a pasarle factura.
—Estás totalmente agotada —con una cariñosa sonrisa, Edward la tomó en brazos y la llevó de vuelta al dormitorio, donde la dejó sobre la cama.
Cuando sonó el teléfono interno de la casa, fue a contestar. La noticia de que un policía responsable de la aplicación de la ley en las zonas rurales del país había ido hasta Sonngul para solicitar una reunión con Edward centró rápidamente la atención de este.
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Mmm... veo que Edward ha tomado la desición!
se que el anterior capitulo deja las uñas masticadas, por eso traté de apurarme con esto, así que espero que lo disfruten y sean buenitas si? dejenme comentarios!
los amo!
los veo en el proximo capítulo
P/D: esto se va a poner peor

2 comentarios:

  1. Dios... veo que las cosas se van arreglando... pero sospecho que Edward sigue creyendo que ente Bella y James hubo algo... Bueno espero que proximo cn ansias...jeje

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  2. que emocionante y esta de infarto actualiza pronto un estupendo capitulo

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