martes, 1 de noviembre de 2011

♥ MADMP - Capítulo 9 ♥



 

Capítulo 9
 Dura realidad

Bella se puso lívida cuando finalmente com­prendió de qué estaba hablando Edward. —¡Yo no abrí ninguna cuenta con James! —pro­testó.
—Claro que lo hiciste. Está aquí escrito con toda claridad.
—En ese caso, alguien cometió un error... o James me la jugó. ¡Esa es la única explicación posible! —incapaz de soportar por más tiempo que Edward si­guiera de pie y la mirara de aquella forma, Bella se puso en pie.
—No me hagas perder el tiempo. No te creo. ¡Conspiraste con Gigandet para robarme!
Bella se puso a temblar a causa de la frustración que le produjo haber sido juzgada y condenada tan rápidamente.
—Eso no es cierto. ¿Cómo puedes pensar algo tan terrible de mí? ¡Soy tu esposa, por Dios santo!
La expresión de Edward se oscureció visiblemente.
—Sí, eres mi esposa. Eso fue todo un golpe maes­tro por tu parte. No debes haber parado de reírte de mí desde que nos casamos...
—Ya he tenido suficiente. Dado tu estado de áni­mo, ni siquiera voy a tratar de hablar contigo.
—¡Claro que vas a hacerlo! —espetó Edward a la vez que la tomaba por las muñecas y la hacía sentarse de nuevo—. ¡Y te advierto que tu habitual táctica de echarte a llorar no te va a servir de nada en esta ocasión!
Los ojos azules de Bella parecieron desprender auténticas llamas cuando lo miró.
—¡En estos momentos, no lloraría ni aunque me ataras a un poste y amenazaras con prenderme fuego!
—Por fin una buena noticia —dijo Edward en tono burlón—. También creo que necesitas saber cuándo y dónde empezaron mis sospechas sobre James y sobre ti...
—¿En tu vívida imaginación, tal vez?
Indignado por la despectiva sugerencia, Edward dedicó a Bella una mirada intimidatoria.
—¿Recuerdas a Tecer Godian?
—¿Tu último contable? —murmuró Bella, desconcertada—. ¿El que acudió a Inglaterra hace tres años para investigar Swan Travel?
—Tecer era un hombre muy astuto. El último día que fui a tu casa dijiste que tenías que ir a la agencia de viajes a echar una mano porque un empleado estaba enfermo. Tecer estaba allí comprobando las cuentas, y también estabais James y tú. Aunque Tecer no vio nada concreto, sí vio lo suficiente como para preocuparse.
—¿Qué quieres decir?
— Tecer no sabía que yo tenía una relación sentimental contigo. Aquella misma mañana, más tarde, me dijo que creía haber captado algo extraño en la relación que manteníais tu cuñado y tú. Según él, no os comportabais el uno con el otro como los miembros de una familia normal.
Al escuchar aquello, Bella se puso tensa a causa de la sorpresa. ¿Habría captado Tecer Godian su ­temor y nerviosismo porque creía encontrarse a solas con su cuñado en la agencia? ¿Y habría notado tam­bién su alivio cuando se dio cuenta de que él estaba revisando los libros de la contabilidad en la habitación trasera?
—¡No presté atención a las palabras de Tecer has­ta después de esperar a que salieras de aquel hotel con Gigandet! —continuó Edward en tono despectivo—.Aunque te niegas a admitirlo, es evidente que esta­bas enamorada del marido de tu hermana…
— ¡No fue eso lo que tu contable percibió! —dijo Bella, furiosa—. Es una pena que nunca preguntaras a Tecer qué había querido decir.
—¿Acaso crees que me habría rebajado a hablar de ti con un hombre que no solo era mi empleado, sino también un amigo de la familia?
—Si lo hubieras hecho, nos habrías ahorrado a ambos mucha infelicidad —contestó Bella, comprendiendo finalmente qué había hecho sospechar por primera vez a Edward de la naturaleza de su relación con James—. Pero tal vez solo escuchaste lo que querías creer...
—¿Y qué diablos se supone que quiere decir eso? Nos estamos alejando del tema principal —dijo Edward, tenso—. Todas mis sospechas sobre tu falta de integridad han resultado ser ciertas.
—Y eso supone un alivio para ti, ¿verdad? —Bella lo miró con amargura—. Creer que amaba a James, que solo te llevé a mi casa para que invirtieras en Swan Travel, y que mi única motivación era sacarte el dinero.
A Edward le enfureció que siguiera haciéndose la víctima a pesar de las pruebas.­
—Sí. Eso es lo que debo creer.
Bella dejó escapar una risita irónica.
—En ese caso, supongo que tampoco te sorpren­derá que te diga cuánto lamento haberme casado contigo ayer.
—¡Eso no te lo crees ni tú! —replicó Edward—. ¡Si no fueras mi esposa, te entregaría directamente a la policía!
—Supongo que la policía investigaría el asunto con bastante más profesionalidad que tú. A fin de cuentas, ese es su trabajo. Así que, adelante; entré­game, ¡porque no quiero volver a tener nada que ver contigo!
—¡Te aseguro que, tras unas noches en la cárcel, no te mostrarías tan impertinente! —espetó Edward, furioso—. Y estoy seguro de que te casaste conmigo sabiendo que al hacerlo te estabas protegiendo contra cualquier posible amenaza de ir a prisión.
Bella rió despectivamente.
—Debería escribir un libro sobre mi vida como una aventurera perversa y sin escrúpulos... solo que no parezco haber tenido demasiado éxito, ¿no crees?
—¿Qué quieres decir?
—Según tú, yo amaba a James y mentí, robé y en­gañé por él, pero, por algún motivo, nunca tuve valor suficiente para meterme en su cama. Además está el hecho de que me encuentro prácticamente arruinada hasta que cobre mi próximo sueldo, así que también soy un completo fracaso como desfalcadora. Y, finalmente, mi mayor error parece haber sido casarme con el tipo al que robé, lo cual no me pronostica precisamente un futuro feliz, ¿no te pa­rece?
Los atractivos rasgos de Edward se endurecieron.
—Si vuelvo a recibir otra respuesta burlona tuya...
—¿Qué harás? ¿Divorciarte de mí? —interrumpió Bella con amargura—. Pues para que lo sepas, ¡quiero el divorcio!
—Puedes olvidarte de esa opción —replicó Edward al instante.
—Y también puedes quedarte con tu maldito di­nero. ¡Me consideraré afortunada con librarme de la pesadilla de estar casada con un hombre que no confía en mí!
—Estás casada conmigo, y me temo que no hay vuelta atrás —dijo Edward, cada vez más enfadado.
—Prefiero arriesgarme con la policía. Me entre­garé para aclarar todo esto de una vez —Bella alzó la barbilla en un gesto desafiante.
—¡No seas estúpida! —espetó Edward.
—Yo no puse mi nombre en esa cuenta...
—¡Deja de mentirme! Gigandet necesitaba tu nom­bre en el papel porque eres una de las directoras de Swan Travel, lo que significa que puede mentir y decir que abrió la cuenta como empleado tuyo porque le encargaste que lo hiciera así. Como directo­ra, eres responsable de la desaparición de los fondos que invertí en la agencia.
Bella sintió que sus rodillas empezaban a chocar entre sí y fue a ocupar un asiento en el lado opuesto de la cabina. Nunca había pensado que la adjudica­ción de aquella dirección por parte de su padre, nombramiento que nunca le había proporcionado ni un penique, pudiera ponerla en un aprieto. Por fin comprendía por qué James le había dicho que tendría que protegerlo. Lo más probable era que hubiera utilizado su nombre por los motivos explicados por Edward, y no era de extrañar que se hubiera jactado cuando le había anunciado que se había casado con Edward. Habría comprendido enseguida que Edward  nunca presentaría unos cargos que pudieran poner en tela de juicio la honradez de su esposa. Pero Bella  no podía soportar la idea de que James Gigandet se es­capara sin recibir el castigo que merecía.
Tras recordar la tortura a la que la que la senten­ció James cuando era demasiado joven e ingenua como luchar contra él, Bella respiró profundamente para darse fuerzas. Estaba muy pálida, pero unió sus temblorosas manos sobre su regazo y alzó la cabeza.
—Es preferible que se me responsabilice a mí que a mi hermana, que tiene hijos, o a mi padre, cuya salud es muy precaria —dijo con firmeza.
—¿Cuándo vas a parar de decir tonterías? —pre­guntó Edward, exasperado—. ¡No va a haber ninguna demanda por el dinero robado porque no estoy dis­puesto a que mi esposa sea considerada una ladrona!
—Pero eso supondría que James saldría indemne de todo esto... y eso no podría soportado—dijo Bella—. Ha causado tanta infelicidad a mi familia, que quiero que pague por ello, aunque ello signifique que tenga que aguantar que se sospeche de mí du­rante un tiempo. Pero creo firmemente que la verdad saldrá a la luz, y que se demostrará su culpabilidad en un juzgado.
Edward observó a Bella con la inexplicable convicción de que, una vez más, contra todo lo que parecían revelar los hechos, se había precipitado sacando conclusiones. Desde donde estaba prácticamente podía sentir las llamas de fervor idealista que emanaban de ella. Tomó el fax del banco turco con rabia.
El nombre de Bella aparecía en la cuenta, pero aquello no quería decir que ella lo hubiera escrito allí. Después de todo, ¿qué habría impedido a Gigandet acudir con otra mujer rubia al banco para abrir una cuenta y mostrar alguna identificación sustraída a Bella sin que esta se hubiera dado cuenta? De pronto, Edward se sintió seguro de que, si se investiga­ra, se descubriría que la firma de Bella había sido falsificada. Bella había reaccionado con sincera rabia y era obvio que no le asustaba hablar con la policía. ¡Además, ninguna mujer en su sano juicio amenazaría con divorciarse de él!
—Vamos a reunimos con mi familia en poco me­nos de una hora —dijo en tono menos firme, pues te­mía haber vuelto a juzgarla precipitadamente. Ha­bía vuelto a caer en el mismo abismo de dudas y maldijo los celos que habían enturbiado su juicio. Sabía que tenía que reparar el daño que había hecho y humillarse... solo que hacerlo no se le daba preci­samente bien.
—No pienso seguir adelante con eso —dijo Bella.
—Pero ya me has convencido de que eres inocen­te. No estaba preparado para ese fax y quiero dis­culparme por haber reaccionado así. Los hechos su­gieren que Gigandet ha tratado de incriminarte.
—Es evidente que nunca has sido capaz de con­fiar en mí —dijo Bella, tensa—. Siempre has sospecha­do de James y de mí...
 —¡Ya estoy convencido de que nunca hubo nada inapropiado en tus tratos con Gigandet! —dijo Edward con fiera intensidad—. Ahora mismo, ese miserable no me importa nada. Estoy mucho más preocupado por nosotros.
—¿Y eso por qué? A pesar de que no podías fiarte de mí, te casaste conmigo. Encuentro eso muy extraño y extremadamente hiriente—confesó Bella con voz temblorosa al sentir el escozor de las lágrimas—. Pero así son las cosas, y lo que significa es que nunca me has querido…
—Estás equivocada respecto a eso —cada vez más tenso, pues Bella estaba adoptando una actitud a la que no sabía cómo enfrentarse, Edward avanzó hacia ella en un intento de tomar sus manos. Sin embar­go, Bella retiró las manos.
—No, no lo estoy... Desde el principio al fin, lo único que has querido de mí ha sido sexo, y eso es lo único que sigues queriendo de mí. Y estás tan ob­sesionado por el sexo, que incluso estás dispuesto a seguir casado conmigo a pesar de creer que en otra época estuve liada con el marido de mi hermana y que te robé —dijo Bella en tono condenatorio—. No creo que eso sea saludable. No creo que nadie pue­da pensar que eso sea saludable.
—Puesto así no lo parece, desde luego —Edward se agachó frente al asiento de Bella para mirarla a los ojos—. Pero describir todo lo que hay entre nosotros como mero sexo es injurioso.
—Yo pienso lo mismo, pero también pienso que simplemente eres así —murmuró Bella, animándose por fin a mirarlo a los ojos—. También eres el tipo más suspicaz que he conocido...
—Pero solo sobre ese tema —interrumpió Edward— y ese tema es el miserable de Gigandet y todos los malentendidos que ha habido entre nosotros por su culpa.
—No creo que pueda considerarse un «malenten­dido» el que acuses a tu esposa de ser una ladrona.
—Tengo mucho genio y una evidente y lamenta­ble tendencia a sacar conclusiones erróneas respec­to a ti —Edward tomó las manos de Bella en las suyas y tiró de ella con delicadeza para que se levantara del asiento—. Pero eso solo sucede porque me preocupo mucho por ti. Lo siento, güzelim.
Bella siempre había amado a Edward y, como resul­tado de ello, se había mostrado demasiado dispues­ta a pasar por alto los defectos de su relación. Pero la dura realidad le había abierto los ojos y creía todo lo que le había dicho hacía unos momentos. También tuvo que reconocer que Edward parecía inca­paz de deducir lo que sucedía en el interior de su compleja cabeza. Después de todo, había parecido muy afectado cuando le había dicho que su único interés por ella radicaba en el sexo y, sin embargo, nunca le había mencionado otra cosa.
—Estoy segura de que podrás explicar a tu fami­lia que cometiste un error al casarte con tanta precipitación...
—Aún esperan que lleve el error a casa —inte­rrumpió Edward con ironía mientras hacía que Bella se sentara de nuevo y le abrochaba el cinturón porque el avión estaba a punto de aterrizar—. En la familia Cullen, cuando te casas, permaneces casado.
—Puede que las mujeres Swan tengamos la cos­tumbre fatal de casamos con los hombres equivoca­dos...
—Ponerme al mismo nivel de Gigandet es un golpe realmente bajo.
—Resultará mucho más cómodo para ti que hayamos roto cuando esté ayudando a la policía con sus investigaciones.
—¡No vas a ayudar a la policía en ninguna invest­igación! —replicó Edward, que comprendió en aquel momento que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para proteger a Bella. Y si para protegerla tenía que ocultar la prueba para asegurarse de que no la relacionaran con los delitos de Gigandet, así lo haría. Solo tuvo que mirar a Bella e imaginarla en una cel­da para que todos sus principios éticos se tambalearan.
Mientras el avión aterrizaba, Bella empezó a du­dar de las decisiones que había tomado. Sin embar­go, había que detener a James. ¿Qué otras cosas te­rribles sería capaz de hacer si lo dejaban libre? ¿Acaso iba a tener que pasar el, resto de su vida te­miendo a aquel hombre? ¿Y por qué iba a tener que perder Edward su dinero por haberse casado con ella? Eso no estaría bien. Y estaría aún peor que Edward y su familia tuvieran que sufrir la vergüenza de que este se hubiera casado con una mujer que corría el riesgo de ser arrestada por fraude. Después de todo, si como directora de Swan Travel podía ser considerada responsable de la desaparición del dinero de Edward, también podía serio del fraude de los chalets. ¿Y como podía culpar a Edward por su desconfian­za cuando el fax que había recibido del banco parecía una prueba convincente de su implicación en el asunto? ¿Cómo podía culparlo cuando aún tenía que contarle toda la verdad sobre su relación con James?
Lo más probable era que Edward siempre hubiera intuido que no le estaba contando toda la verdad, Y aquel era el motivo de su suspicacia. Sin embargo, ¿qué sentido tenía decirle nada ahora que se iban a separar? Porque era evidente que tenían que hacer­lo; si James iba a ser procesado, y si ella quería proteger a Edward del escándalo, no había otra opción.
De manera que se entregaría a la policía en lugar de esperar a que esta la detuviera. ¿Había amenaza­do a Edward con el divorcio solo porque estaba enfadada con él? La idea de estar sin él era como pres­tarse a que le arrancaran el corazón sin anestesia.
—No te culpo por pensar que podría ser culpable —dijo con tristeza mientras caminaban hacia la ter­minal en el aeropuerto de Estambul—. Tienes moti­vos para...
—No. Pase lo que pase, debería confiar siempre en ti.
—¿Cómo vas a confiar en mí si vengo de una familia que ha albergado durante tanto tiempo a un tipo como James? —murmuró Bella, desesperada—. Es mejor que nos divorciemos y que no me menciones a nadie. Si los miembros de tu familia se han dis­gustado por el hecho de que te hayas casado sin invitarlos a la ceremonia, es posible que aún no hayan hablado de tu matrimonio con sus parientes o ami­gos, de manera que nadie tiene por qué enterarse de nada.
En un repentino movimiento, Edward tomó una mano de Bella como si el divorcio fuera tan inmi­nente que tuviera que sujetarla para impedirlo.
—Sé que te he disgustado mucho con mis sospe­chas, pero no hay motivo para hablar de divorcio.
—Me temo que no pensarás lo mismo si soy arrestada.
—Si existiera el más mínimo riesgo de que suce­diera eso, te sacaría de inmediato del país —declaró Edward con una firmeza que inquietó a Bella, pues pa­recía sugerir que existía una posibilidad real de que se diera aquella situación—. Pero como no pienso demandar a Gigandet, eso no será necesario.
—Pero querías demandado...
—Tú me importas mucho más que la venganza —confesó Edward—. Tu tranquilidad es fundamental para mí.
Al parecer, Bella no estaba dispuesta a conceder que pudiera profesarle ni siquiera cierto afecto, por­que suspiró y, mientras Edward la ayudaba a entrar en la limusina que los aguardaba, dijo:
—Por supuesto, no querrás arriesgarte a que todo esto salga a la luz, con el consiguiente bochorno para toda tu familia. Puedes llevarme directamente á la comisaría —murmuró mientras él se sentaba a su lado—. No estaría bien que James se librara de...
—¡Lo que no esta bien es que mi esposa hable de divorciarse de mí! —espetó Edward a la vez que pasaba una mano por la cintura de Bella y la atraía hacia sí—. O que, aún siendo inocente, estés dispuesta a acudir a la policía para contarles una historia que no po­drán entender tan bien como yo. Ambos temas que­dan zanjados. Para siempre.
Bella tuvo que reprimir un gemido de desolación al sentir la reacción de su cuerpo ante la proximidad del de Edward.        
—Pero...
—Las esposas turcas no suelen discutir con sus maridos. Pregúntale a mi bisabuela, Elizabeth —aconsejó Edward—. Puedes tratar de manipularme de otras mil formas; eso está bien, e incluso es algo que se espera de ti. Pero discutir está mal visto.
—Pero cuando la policía averigüe que soy directora de Swan Travel y James sea juzgado por el asunto de los chalets...
—Eres Bella Cullen. No has hecho nada malo, luego no tienes nada que temer —murmuró Edward, que no veía motivo para preocupar a Bella diciéndo­le que la policía ya estaba al tanto de que ella apare­cía como directora de la agencia—. Como mi esposa, tu puesto está a mi lado, y si surge algún problema, ten por seguro que yo me ocuparé de tratar con ellos en tu nombre.
—Ojalá fuera así la vida —dijo Bella, que estuvo a punto de reír a pesar de la ansiedad que sentía, pues Edward parecía creer realmente que no había nada a lo que no pudiera enfrentarse, nada que no pudiera arreglar.
—La vida conmigo es y será así, te lo prometo —Edward miró los labios de Bella y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no besarla con toda la pa­sión que la mera posibilidad de perderla había despertado en él.
Sin embargo, Bella lo había acusado de buscar en ella tan solo sexo, y sabía que aquella acusación volvería a perseguido en los peores momentos posi­bles. Lo último que quería era acrecentar aquella impresión. Esa noche, cuando se acostaran, se limi­taría a abrazarla, nada más. Y seguiría haciéndolo durante al menos una semana...
Como atraída por un imán, Bella fue dejando que su peso descansara contra él, hasta que Edward la sorprendió apartándola de su lado con expresión preocupada. Avergonzada por sus frustradas expectativas, Bella se retiró hasta el extremo del asiento y trató de concentrarse en las ajetreadas calles por las que cir­culaban. ¿Iría todo bien, como había dicho Edward? En ese caso, no tenía sentido que se engañara diciendo que quería divorciarse.
¿Estaba realmente obsesionado con el sexo?, se preguntó Edward, que se encontraba embarcado en otro incómodo proceso de autoanálisis. Habría podido decir que estaba obsesionado con Bella, pero ella ya debería haber deducido aquello por su cuen­ta. Cuando un hombre se casaba con una mujer cua­tro días después de verla, no podía decirse que estuviera siendo especialmente racional, sobre todo si se había pasado la vida jurando que no iba a casarse nunca. ¿Consideraba Bella que la contención sexual era una demostración de cariño y romanticismo in­cluso durante el matrimonio? De pronto, la conten­ción sexual le pareció como una oscura nube amenazadora.
Inquieta ante la perspectiva de ir a conocer a la familia de Edward, Bella precedió a este cuando entra­ron en la enorme mansión en la que habían vivido tres generaciones de Cullen.
—Te apuesto lo que quieras a que no les gusto.
—A Elizabeth le gustaste nada más verte, y mi pa­dre estará feliz sabiendo que no va a tener que vol­ver a escuchar las quejas de las mujeres de la familia porque aún sigo soltero —dijo Edward animadamente.
En cuanto una doncella abrió la puerta, Esme, la madre de Edward, una mujer delgada, de cabellos caramelo y de unos cincuenta años, se acercó a Bella para darle la bienvenida en inglés. El padre de Edward, Carlisle, una réplica de aquel a pesar de tener el pelo rubio, le dedicó una amplia sonrisa. Anne, la abuela, era la más silenciosa de las tres mujeres. Elizabeth Cullen tomó una mano de Bella en sus frágiles dedos y la miró con ojos llorosos a la vez que asentía, satisfecha.
—Tú Y yo tenemos que volar mañana a Inglaterra —murmuró Carlisle a su hijo mientras las mujeres se ponían a charlar.
—¿Repite eso? —dijo Edward, sorprendido.
—Esta promete ser una boda muy tradicional —contestó Carlisle—. Debemos preguntar al padre de Bella si te acepta como esposo para su hija.
—Quiera o no, ya me tiene como yerno —contestó Edward, al que no le hacía ninguna gracia la idea de separarse de Bella, aunque solo fuera por un par de días. Sin embargo, al pensar en ello más detenidamente tuvo que reconocer que nunca se le habría ocurrido casarse con una de sus compatriotas sin acercarse primero a su familia—. Pero tienes razón. Así es como deben hacerse las cosas.
—Cuando vuelvas solo a tu casa esta noche, ha­brás descubierto una de las verdades más tristes de la vida —dijo Carlisle—. No es posible luchar contra Elizabeth. Se disgustará si discutes y se quedará destrozada si te niegas a cumplir sus expectativas y, ¿cómo vas a arriesgarte a que suceda eso?
Edward frunció el ceño.
—¿Solo? ¿De qué estás hablando?
—Si no estás dispuesto a admitir que ya te has ca­sado, no puedes ser visto llevando a Bella a tu casa. Cuando hablamos por teléfono ayer, entendí que ese iba a ser el arreglo...
—Edward... —desde el otro extremo de la habitación, la bisabuela de Edward extendió una mano hacia este.
¿Irse solo, sin su esposa? ¿Acaso se habían vuel­to locos todos para pedirle tal cosa?, se preguntó Edward.
—Hasta que se celebre la boda, Bella puede que­darse con nosotros como si fuéramos su familia. Así no habrá cotilleos —dijo la anciana mujer, feliz.
Edward apretó los puños al ver la mirada de ruego que le dirigió su madre.
—Puedes venir a visitar a Bella cuando quieras —sugirió su abuela Anne para aplacarlo.
—Pero no puede quedarse a solas con ella —advir­tió de inmediato Elizabeth—. De lo contrario, la gen­te dirá que las cosas van demasiado deprisa y que la familia es demasiado liberal.
—Pero Bella ya es mi esposa —dijo Edward secamen­te.
—La tendrás para ti el resto de tu vida, pero este es un tiempo para el cortejo y las visitas —Elizabeth habló como si todo el proceso estuviera escrito en piedra e ignoró por completo la referencia de Edward al matrimonio civil—. Supongo que no querrás que se diga que valorabas tan poco a tu novia que no quisiste seguir las ancestrales costumbres de tu país.
Edward respiró profundamente.
—Hace setenta años era costumbre celebrar bo­das...
—Que duraban cuarenta días y cuarenta noches —interrumpió su bisabuela, que logró que Edward se pusiera pálido—. Pero ya no vivimos en un pueblo y, aunque pienso que es una pena que las bodas se ce­lebren ahora con tanta precipitación, sé que tendrá que bastar con una semana.
Edward tragó saliva. Una semana; siete días sin Bella. Estaba horrorizado. Pero al contemplar los confiado y esperanzados ojos de su bisabuela supo que no podía decepcionarla con una negativa. Cuando asintió, el noventa y nueve por ciento de la tensión que tenía atenazados a sus parientes se des­vaneció al instante.
—Debo explicar esto a Bella... en privado —mur­muró Edward.
—Deja la puerta abierta —dijo Elizabeth con el ceño fruncido tras oír la petición de su bisnieto.
Bella había asistido a aquella curiosa escena sin entender nada de lo que estaba pasando. La madre de Edward no había dejado de hablarle mientras mira­ba a su hijo con evidente tensión, pero ahora todo el .mundo parecía feliz y relajado, excepto Edward, que estaba aún más tenso que antes.
—¿Qué sucede? —preguntó en cuanto estuvo a so­las con él en la habitación contigua.
Edward soltó el aliento.
—Anoche te oí hablar con James por teléfono...
—¿En serio?… —interrumpió Bella, que pensó de in­mediato que aquel debía ser otro factor que había contribuido a que Edward se mostrara tan desconfiado al descubrir que su nombre aparecía en la cuenta abierta por James.
—Mientras pensaba en lo que había oído recibí una llamada de mi madre y... en realidad no recuerdo bien lo que dije, pero parece que cuando hablé con Elizabeth le di la impresión de que estaba dispuesto a pasar por una boda más tradicional para aplacar los senti­mientos que había ofendido —explicó Edward—. Ahora se niega a reconocer la boda civil, lo que significa que espera que nos comportemos como si aún estuviéra­mos solteros. Eso supone que tendrás que alojarte aquí sin mí hasta qué nos casemos por segunda vez.
—Oh... Pero aún faltan diez días para la boda.
—Una semana.
—No. Tu madre ha sido muy clara respecto a la fecha.
—¡Elizabeth se está comportando como si nuestra boda por lo civil hubiera sido algo vergonzoso!—protestó Edward.
—No creo. Me ha aceptado abiertamente y no me gustaría herir sus sentimientos.
Edward asintió a pesar de sí mismo y luego comu­nicó a Bella su intención de volar al día siguiente a Londres para visitar a su familia.
—Oh, no... ¡Alice te odia! —exclamó Bella, cons­ternada.
Edward vio cómo se llevaba una mano a los labios al darse cuenta de lo que acababa de revelar y no pudo evitar ponerse tenso.
—Te odia por cómo me dejaste hace tres años —añadió rápidamente ella con una mueca de pesar.
Edward pensó con fatalismo que cada uno de los pecados que había cometido estaban volviendo para perseguirlo.
—¿Y el asunto de los chalets... y lo demás? —pre­guntó Bella, preocupada—. Alice y papá tienen que enterarse.
—Sí —reconoció Edward. —Yo me ocuparé de eso.
—Debería llamar a Alice.
—Sí, pero dile solamente que nos hemos casado.
—Pero...
—Manejaré el asunto con tacto. Ahora también formo parte de tu familia —Edward tomó a Bella de las manos y la atrajo hacia sí—. Cuando vuelva, te lle­varé a hacer las rutas turísticas que tu hermana es­pera que hagas, y nadie podrá protestar por eso.
—Te echaré de menos de todos modos —susurró Bella.
Edward reprimió un gemido.
—Estaré de vuelta en menos de cuarenta y ocho horas, pero de pronto me parece demasiado tiempo... ¿por que será?
Bella lo rodeó por el cuello con los brazos Y se arrimó a él todo lo que pudo. Edward estaba a punto de besarla cuando una discreta tos procedente de la habitación contigua le hizo contenerse.
—Estoy deseando que llegue ya nuestra segunda boda, güzelim.
Las siguientes veinticuatro horas resultaron real­mente ajetreadas para Bella. Cuando llamó a su hermana, Alice se quedó anonadada al enterarse de que su hermana se había casado con Edward, pero se tranquilizó al saber que iba a haber una segunda boda más formal.
—Asistiremos a la boda, por supuesto —dijo—. Con un poco de suerte, Edward enviará su avión priva­do a recogernos y nos ahorraremos los billetes —bromeó, divertida—. A cambio, dejaré de llamarlo «rata» y haré todo lo posible porque me caiga bien.
Bella descubrió enseguida que se llevaba de ma­ravilla con los parientes de Edward y agradeció con todo su corazón que la trataran con afecto. Aquella tarde se celebró una pequeña fiesta a la que parecie­ron asistir todas las mujeres conocidas de la familia Cullen. Bella era el centro de atención, por su­puesto. Cuando Elizabeth Cullen empezó a dar muestras de cansancio, ella misma la acompañó a una habitación para que descansara un rato.
Cuando salió, una guapa rubia vestida con un elegante traje de pantalón blanco la interceptó para presentarse.
—Soy Tanya. Conozco a Edward prácticamente de toda la vida, y me ha sorprendido enterarme de que iba a casarse. Después de todo, ¡sigue enamorado de mí!
Bella parpadeó, desconcertada.
—¿Disculpa?
—Edward nunca lo admitiría, por supuesto, a pesar de que principios de este año tuvimos una aventu­ra. Es demasiado testarudo y orgulloso —la sensual boca de la mujer se transformó en una tensa línea cuando añadió—: Pero quiero que sepas que tú eres solo una segundona. Edward se enamoró de mí cuando éramos adolescentes y nunca lo superó.
Bella recordó entonces que Edward le había hablado de aquel primer y decepcionante amor, y dijo lo primero que se le vino a la mente:
—¡Tú debes de ser la chica a la que encontró en una ocasión con uno de sus amigos! —al ver que Tanya se ruborizaba intensamente, añadió—: Lo siento... no pretendía decir eso —murmuró, afectada por la maldad de la otra mujer, pero también aver­gonzada por su reacción.
Inesperadamente, Tanya dejó escapar una amarga y breve risa.
—Había bebido demasiado y me comporté como una tonta. No amaba al hombre con el que me casé después de perder a Edward. ¿Imaginas que pudiera preferir a otro antes que a él?
Bella se puso pálida tras aquellas reveladoras pa­labras y, reacia a seguir escuchándola, murmuró:
—Discúlpame, por favor...
La fiesta continuó pero, a partir de aquel mo­mento, Bella se vio obligada a interpretar el papel de novia feliz a pesar de que su mente era un torbellino. Sabía que Tanya estaba enfadada y resentida y que solo quería causar problemas y dolor, pero el problema era que también conocía el lado más os­curo de Edward y su fuerte carácter. Aunque hubiera esperado amar a Tanya el resto de su vida, Edward nunca le habría perdonado su infidelidad. Por ello lo que más le había disgustado había sido que Tanya le hubiera asegurado que había tenido una aventura reciente con él. ¿Por qué iba a haberse im­plicado de nuevo Edward con una mujer que lo había traicionado? La única respuesta posible era que sus sentimientos por ella seguían siendo muy fuertes.
Por primera vez, Bella pensó que podía haber una buena razón por la que Edward solo hablaba del «cari­ño» que sentía por ella: no había dejado de amar a aquella mujer. Una mujer con la que nunca se casaría.
Bella sintió que su corazón se encogía. Ya había logrado asumir de algún modo que Edward no la ama­ba, pero la sospecha de que pudiera estar enamora­do de otra mujer resultaba devastadora.
Recién llegado tras haber pasado por París para hacer algunas compras, Edward observó a la cuadrilla que se esforzaba en subir el gran düzen labrado por las escaleras de su casa familiar. En ocho días, catorce horas y treinta y siete minutos, Bella volvería a estar junto a él, en su casa, en su cama. Mientras esperaba, utilizaría el tiempo para demostrarle lo ma­ravilloso que podía ser como marido: romántico, tierno, cariñoso, considerado, sensible, paciente, magnánimo y tolerante.
Cuando entró en la casa se alegró de encontrar a Bella a solas.
—Bella... —murmuró, satisfecho.
—Edward... —Bella logró sonreír a pesar de su estado de ánimo y lamentó que su corazón careciera por completo de orgullo, pues se puso a latir acelerada­mente al ver a su marido.
—¿Me has echado de menos? —preguntó él.
—Hemos estado muy ocupadas... —los labios de Bella se comprimieron en una tensa línea. Después de todo, a Edward le había llevado dos días volver a Turquía mientras que su padre había tardado menos de veinticuatro horas en estar de vuelta. La entrada de la cuadrilla que llevaba el baúl su­puso una momentánea distracción.
—El düzen..., mi primer regalo para ti —dijo Edward, que controló el impulso de preguntar a Bella qué le pasaba, recordándose que su falta de fe en ella de­bía haberle hecho perder varios puntos antes sus ojos. Abrió el baúl y sacó una gran caja de su interior.
—¿Qué es? —preguntó Bella.
—La tela para tu vestido de boda. Es una vieja costumbre que el novio se encargue de comprarla.
Decidida a no dejarse impresionar, Bella alzó la tapa con expresión indiferente. Y se quedó maravi­llada la ver una exquisita tela de seda blanca con un bordado a mano en oro.
—Oh... Es una preciosidad...
—No me dejes verlo —advirtió Edward al ver que Bella estaba a punto de retirar por completo la tapa.
—Pensaba que la habías elegido tú.
Edward se encogió de hombros.
—Se supone que el novio debe llevarse una sor­presa con el vestido el día de la boda, así que hice una lista de las cosas que sé que no te gustan y dejé que la diseñadora eligiera la tela. Va a volar esta tarde hasta aquí para hacerte una prueba.
Bella volvió a tapar la caja y miró a Edward con ojos soñadores, pues lo que le había contado le ha­bía parecido muy dulce. Era inútil. No podía com­portarse con frialdad con él amándolo como lo amaba. Aunque Edward sintiera debilidad por Tanya, no pensaba cometer el error de interrogarlo al res­pecto. ¿Qué conseguiría poniéndose a husmear en su pasado?
—Todo lo demás que hay en el baúl lo elegí yo —aseguró Edward.
—¿Todo lo demás? —Bella fue a mirar el interior del baúl y se quedó asombrada. Estaba lleno de ropa.
—Tu ajuar... —Edward la miró con expresión diverti­da—. He hecho que suban la ropa interior a tu cuarto en otro paquete. No quería avergonzarte.
—¿Me has comprado lencería?
—Sí, y ha sido una experiencia realmente erótica, güzelim.
El tono sugerente de Edward hizo que la boca de Bella se secara y que su rostro ardiera. El sonido del bastón de la bisabuela y un mur­mullo de voces acercándose les advirtió de que estaban a punto de tener compañía.
Media hora más tarde, Edward llevó a Bella en su coche a ver el suntuoso palacio Topkapi, que había sido la residencia de los sultanes otomanos durante al menos cuatrocientos años.
—¿Qué tal han ido las cosas con mi hermana? —preguntó Bella mientras se dirigían al palacio—. ¿Por qué no me ha llamado? Imagino que se habrá llevado un disgusto horrible al enterarse de lo suce­dido con los chalets.
—Dijo que prefería esperar a hablar contigo cuando viniera para la boda. Cuando le conté lo de los chalets, se llevó un gran disgusto y se enfadó mucho. Pero tu padre ha aceptado que yo compre Swan Travel como socio igualitario —explicó Edward—. Alice no quería aceptar al principio mi pro­puesta, pero puedo ser muy persuasivo.
—Sí, lo sé... —Bella observó el fuerte perfil de Edward y sonrió—. Has sido increíblemente amable.
—Tu familia ha pasado por una mala época y quería ayudar.
—¿Siempre consigues lo que quieres?
—Tú fuiste uno dé mis pocos fracasos.
—¿Y Tanya? —el nombre de la otra mujer surgió de los labios de Bella sin que pudiera evitarlo. Edward, que había detenido el coche en un semáfo­ro, se volvió a mirarla con una expresión mezcla de sorpresa y enfado.
—¿Dónde la has conocido?
Bella se ruborizó.
—Asistió a la fiesta que organizó tu madre. Edward hizo una mueca de desagrado.
—Mi padre aún tiene negocios con el suyo, pero me sorprende que Tanya tuviera el valor de asistir. No nos cae bien a ninguno.
—Según dice, aún sigues perdidamente enamora­do de ella.
La expresión de Edward fue de total incredulidad.
—¿Once años después de encontrarla en la cama con otro?
—En ese caso, supongo que no has tenido una aventura reciente con ella.
Los cláxones empezaron a sonar tras ellos cuan­do el semáforo se puso en verde y Edward se limitó a seguir mirando a Bella.
—¿Te has vuelto loca? —preguntó, furioso—. ¿Quién te ha dicho eso? ¿Ella? —al ver que Bella no lo negaba, Edward apretó los dientes y pisó el acelerador—. Voy a su casa a dejar esto aclarado ahora mis­mo.—No... ¡no, por favor! —suplicó Bella.
—¡Si quiere contar mentiras, tendrá que pagar un precio por ello! Eres mi esposa y no pienso permitir que nadie te disguste...
—Me disgustaré más si haces una montaña de un grano de arena —advirtió Bella—. Después de lo que me has dicho, comprendo que Tanya se estaba dejando llevar por el rencor...
—Te aseguro que después de que hable con ella no tendrás por qué volver a aguantar ese rencor —prometió Edward.
Bella sintió un gran alivio cuando, unos minutos después, Edward pulsó el timbre de una lujosa casa y nadie fue a abrir.
—Estoy deseando ver el palacio Topkapi —mur­muró cuando él volvió al coche.
Edward la miró un momento, se inclinó hacia ella y la besó con un fervor posesivo que electrizó el cuerpo de Bella. Echó la cabeza atrás y abrió la boca para que Edward penetrara con la lengua en su interior.
Unos segundos después, él se apartó con un es­tremecimiento.
—Cuando te tengo cerca, pierdo el control —mur­muró—. ¡Ni siquiera en los lugares públicos logró mantener las manos alejadas de ti!
—Pues vamos a un sitio privado —dijo Bella sin detenerse a pensarlo dos veces.
—No —dijo Edward con firmeza mientras volvía a poner el coche en marcha.
Bella se había ruborizado hasta la raíz del pelo.
—¡Pero estamos casados! —protestó.
—Tenemos toda una vida por delante —dijo Edward, que estaba teniendo que hacer verdaderos esfuerzos para resistirse a la tentación.
Una hora más tarde, a la sombra del pabellón del cuarto patio del palacio, Bella contempló la espectacular vista del mar sin lograr concentrarse en ella. Estaba pensando en la inmediatez con que Edward ha­bía respondido a sus preguntas sobre Tanya y comparando la abierta franqueza que había demos­trado con su secretismo respecto a James. No había dejado de utilizar excusas para convencerse a sí misma de que no necesitaba contar a Edward la desa­gradable verdad del comportamiento de James hacia ella, pero contándole las cosas solo a medias no ha­bía sido justa con él ni consigo misma. Respiró profundamente y tomó una repentina decisión.
—Quiero contarte algo, Edward. Quiero que entien­das por qué siempre he tenido miedo de James. —El la miró atentamente y asintió, tenso.
Bella se encogió de hombros antes de empezar. —Supongo que es un miedo irracional, pero el problema es que James empezó a comportarse mal conmigo cuando yo era demasiado joven para saber cómo tratar a un matón como él. La primera vez que lo vi con una mujer y se lo conté a papá, James dedujo que había sido yo la que se lo había contado. Fue a recogerme al colegio y se puso como un loco porque quería asustarme. Me gritó y amenazó di­ciendo que si volvía a hablar sobre él con alguien le diría a Alice que... que yo había tratado de seducir­lo...
Edward dejó escapar una maldición entre dientes y tomó las manos de Bella en las suyas.
—Ni siquiera ahora sé si Alice habría aceptado mi palabra contra la de James. Estaba loca por él. Pensaba que era muy atractivo y solía bromear di­ciendo que las demás mujeres no dejaban de coquetear con él. De manera que me mantuve en silencio, pero eso no bastó para James. Me odiaba y le gusta­ba fastidiarme —murmuró Bella—. No dejó de ator­mentarme durante los tres años que tardé en poder irme de casa.
—¿Cómo? —preguntó Edward.
—Cuando no había nadie más cerca, solía dedi­carse a hacer comentarios obscenos sobre cómo se estaba desarrollando mi cuerpo... y cosas de esas... —Bella tuvo que esforzarse para continuar hablando—. Nunca me puso una mano encima, pero yo vivía aterrorizada temiendo que algún día lo hiciera.
Edward pasó un brazo por sus hombros e hizo que se apoyara contra su cuerpo. Él mismo estaba temblando literalmente de rabia. Sabía que, si algún día tenía cerca a Gigandet, querría matarlo con sus pro­pias manos. ¡Qué ciego había estado al deducir que lo que sucedía era que Bella estaba enamorada del marido de su hermana! Aunque tarde, por fin com­prendía a qué se había referido su contable cuando le había dicho que notaba algo raro en la relación que había entre Bella y James; Tecer Godian había percibido el miedo que Bella profesaba a su cuñado.
—No le dije nada a papá porque temía que James llevara adelante su amenaza de decir que yo había tratado de seducirlo. Y si me hubiera empeñado en demostrar que mentía, la verdad habría destrozado el matrimonio de Alice. No era capaz de enfrentar­me a la situación...
—¿Cómo ibas a hacerlo? —dijo Edward—. Deberías haberme contado todo esto hace tres años.
—Me asustaba que pudieras pensar que había alentado a James... Además, para entonces ya me había acostumbrado a mantener el secreto —confesó Bella—. Fue por él por lo que empecé a vestir como lo hago; me esforzaba por no llamar su atención. Solo al ir a la universidad me di cuenta de lo dife­rente que era a las otras chicas. Me sentía tan ner­viosa con los chicos... Ni siquiera me gustaba que me miraran porque me hacían recordar a James y me sentía sucia.
—Tranquila... tranquila —murmuró Edward con voz ronca, sintiendo una extraña mezcla de rabia y remordimiento por no haber sido más comprensivo con ella.
—Cuando me enamoré de ti, traté de esforzarme más —admitió ella, casi dolorosamente—. Después de ti... bastante después, pedí ayuda a una psicóloga porque sabía que no era normal sentir lo que sentía.
Durante unos segundos, Edward se limitó a mante­nerla abrazada. Luego, la llevó al restaurante del palacio, que se hallaba en una magnífica terraza al aire libre, y le hizo preguntas sobre el asesoramiento que recibió de la psicóloga.
—El comienzo de mi recuperación fue compren­der que estaba permitiendo que James arruinara mi vida —dijo Bella con una irónica mueca—. La obliga­ción de mantener el secreto, la sensación de estar atrapada en mi propia casa, el sentimiento de impotencia... todo ello fue conformando mi carácter. Dejé que James me convirtiera en una víctima.
—Y no puede decirse que yo te ayudara precisa­mente con mi actitud —Edward acarició con delicadeza una mejilla de Bella—. No dejaba de sentir tu reserva hacia mí y busqué rápidamente la explicación más fácil para tu comportamiento. Pero no hice nada por alentar tu confianza, güzelim.
Bella sintió que la emoción atenazaba su garganta y tuvo que tragar. Era muy agradable saber que ya no había secretos entre ellos. Edward no había dudado ni un momento de ella, lo que le produjo una intensa sensación de alivio.
Los días que siguieron fueron muy ajetreados. Entre los preparativos de la boda y las visitas turís­ticas que hizo con Edward, Bella apenas tuvo tiempo de pensar.
A mitad de la semana, Edward consiguió las prue­bas que demostraban que la firma de Bella que apa­recía en el contrato con el banco en el que James ha­bía abierto la cuenta era falsa.
—Es una falsificación muy burda, y los especia­listas apenas han necesitado unos minutos para lle­gar a esa conclusión —dijo, satisfecho—. Gigandet se cree muy listo, pero falla estrepitosamente en los pequeños detalles.
—¿Qué le va a pasar? —preguntó Bella, ansiosa.
—No quiero que pienses ni un minuto en él—dijo Edward—. Confía en mí. Te aseguro que nunca más va estar en condiciones de hacerte daño a ti ni a tu fa­milia.
Cuando solo faltaban dos días para la boda, Edward tuvo que ausentarse para resolver unos problemas que habían surgido en uno de sus periódicos. Bella empezaba a sentirse cansada después de tantos días de tensión y ajetreo y, consciente de que sus parien­tes iban a llegar al día siguiente, decidió no asistir a una cena a la que había sido invitada junto con el resto de la familia de Edward para retirarse a dormir antes de la hora habitual. Estaba a punto de hacerlo cuando una doncella llamó a la puerta de su habita­ción para decide que tenía una visita.
Cada tarde durante aquella semana, acompañada de las matriarcas de la familia, Bella había recibido las visitas y los regalos de varios de los invitados que iban a asistir a la boda. En aquella ocasión, sin el apoyo de la madre de Edward, que solía sentirse en­cantada en su papel de traductora, solo pudo rogar para que su inoportuno visitante hablara inglés.
Pero cuando entró en la sala de estar, la sonrisa de bienvenida que curvaba sus labios se desvaneció al instante al ver al hombre rubio que se hallaba junto a la chimenea.
James le dedicó una desagradable sonrisa.
—¿No te había dicho que nos veríamos pronto?
- - - OoO - - - OoO - - - OoO - - - oOo - - - OoO - - - oOo - - -
Disfruten de este capítulo porque el que viene es el ULTIMO
Si, la historia termina con el siguiente capítulo, pero yo les advertí que sería corta, así que con mucho pesarles digo que esto llegará a su fin el sábado... o tal vez el domingo.
Luego me dedicaré a mis otras historias y talvez adapte alguna mas.
El próximo capítulo es un poco mas corto, pero emotivo.
Dejen comentarios porfavor!

3 comentarios:

  1. NOOOOOOO....porque el final tan pronto?¿?¿?¿? jejej...Me gusto el cap...Espero el "ultimo cap" :( :P

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  2. OMG, ESPERO CON ANSIAS EL FINAL, Y ESPERO QUE EDWARD LE DE SU MERECIDO, JAJA, GRACIAS POR NO ABANDONARNOS, XOXO, LOQUIBELL

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  3. Asomvroso me dejaste con un paro cardiaco actualiza pronto y es una lastima que sea el ultimo capitulo

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